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Foto del escritorAnii Montoya

Culpa, Tormentas y Pandemia

Actualizado: 2 sept 2022

Nada te prepara para la ola de emociones que trae consigo una frenética sirena en medio de la noche.

Foto de Danielle Dolson

Cuando vuelve un recuerdo que no puedo dejar ir, lo escribo, lo medito, lo comparto y se guarda para siempre. Este pensamiento surgió cuando llevábamos dos meses de lecciones de pandemia. Más de una vez he escrito, dicho y recalcado que soy una persona que no lleva bien los cambios ni la incertidumbre.


Para efectos de mostrar mi aversión al riesgo te cuento que este mes nace mi sobrino. Ayer mi mamá escribió en nuestro chat de grupo familiar que hiciéramos una quiniela de $100 pesos para ver qué día va a nacer. El solo pensar en ese azar diminuto es suficiente para que se entrecorte mi respiración.


Pero, aún con mi particular forma de caminar por la vida, puedo ser capaz de reconocer con humildad los aprendizajes que nos han dejado ya casi tres años de pandemia y de cambios inesperados.


A veces, sobre todo en el mundo laboral, siento una frustración y un pesar de alma insoportable por esa terquedad de querer volver al mundo de antes.

Y vaya que me aferré con garras a esa versión del mundo. La expresión de "nueva normalidad" se volvió tan trillada y cliché que parecía haber permeado. Cuando, en realidad, para muchos no ha sido más que un slogan hueco de un partido político sin credibilidad.


Es por eso que hoy, quiero compartirte un recuerdo agridulce que anclé en mi máquina de escribir en medio de esa neblina que se sentía interminable y que acabo de encontrar.


Dom 26 de Junio 2020

Hoy en la madrugada entró a la ciudad la tormenta tropical "Hanna". No sé bien a qué hora se habrá ido la luz, pero el ruido del viento me despertó cuando el aire acondicionado ya no podía ahogar su voz.


"¡Mis plantas!"- Fue lo primero que pensé, y lo que me hizo atreverme a levantarme a mirar por el balcón; pero la fuerza de la tormenta me quitó el valor. En ese momento, me percaté de que no estaba mi perro Banjo por ninguna parte. La puerta de la habitación está cerrada. No pudo salir a ningún lado. Y es entonces cuando escucho el rasguño de sus patas contra el suelo pero sigo sin verlo. Hasta que asoma su cabeza por debajo de la cama. Estaba escondido por el miedo.



Justo ahora son las 11:52am y hasta ahora sólo hemos podido deambular por la casa con ideas vagas de lo que podemos hacer. Después del susto de la madrugada, ninguno de nosotros hemos podido conciliar el sueño.


Nada te prepara para la ola de emociones que trae consigo una frenética sirena en medio de la noche. No importa cuántos programas de televisión se hayan visto al respecto.

La sirena se detiene de golpe frente a mi ventana del balcón. Escucho voces agitadas y puertas azotar y veo a través del cristal un camión de bomberos. Me invade la vergüenza. Yo no los llamé, pero sé por qué están aquí.


La casa del vecino de en frente tiene una varilla metálica expuesta en el pretil (palabra que acabo de aprender hoy, por cierto) de la fachada y hay un cable de media tensión rozando con ella que está haciendo chispas y soltando flamas con un chasquido amenazante.


Minutos o quizás horas antes, al levantarme al baño durante la noche, me pareció escucharlo, o no sé si fue el resplandor lo que llamó mi atención primero, pero sé que la vi.


Mi cabeza adormecida parece no haber procesado las potenciales consecuencias, porque volví a la cama tratando de no pensar en la situación hasta que la sirena delató mi ignorancia.


Los bomberos se quedan mirando la fuente del siniestro contenido y deciden que le corresponde a Protección Civil atenderlo, quienes después de un rato, deciden que no es prudente ni seguro intentar subir con una de sus canastillas para resolverlo. Pues el viento y las impredecibles condiciones podrían poner en peligro sus vidas. Determinan que la situación no es tan agravante.


Naturalmente, esto calma un poco mi conciencia. Pero no puedo evitar preguntarme, ¿qué me faltó para dar ese paso por mi comunidad? No hay una respuesta que borre mi vergüenza. Sólo agradezco el ejemplo de aquel miembro de mi vecindario que también se despertó, vio lo que sucedía y actuó por el bien de todos.


Esto me enseña mucho para la próxima vez que la vida me llame a actuar. Espero que no haya una próxima vez, pero la vida, y en particular este año, nos indican que es inevitable que se presenten más ocasiones para actuar en pro de los demás. Aún cuando - corrijo- especialmente cuando esto interfiera con nuestra comodidad.



El resto del día lo hemos vivido como gatos melancólicos que se posan al filo de la ventana para aferrarnos a cualquier asomo de luz que este lúgubre día pueda concedernos. Esa luz débil le da vida a las páginas de nuestros libros, a nuestros trabajos manuales y a la inusual convivencia que la desconexión digital trae consigo.


Salgo un momento para que Banjo pueda hacer sus necesidades y parece que la tormenta se ofende pues ruge furiosa en esos escasos segundos que nos atrevimos a interrumpir su paso impetuoso. Y una escena inesperada hace que detenga en seco mi regreso a refugio.


Es un bebé. Está sentado en las piernas de su papá, en los escalones de la casa de enfrente.

Sus ojos se abren con curiosidad pero está tranquilo. Ambos tienen la mirada perdida. Les toma un segundo notar mi presencia y mis ojos fijos en ellos. El padre me saluda con una sonrisa amigable.


La serenidad de estos dos seres enmudece por un segundo el caos que nos rodea y mis pensamientos se van a imaginar la historia que un día, ese niño, va a contar.


La historia de cuando su padre le enseñó a no tener miedo en medio de la tormenta.

Pues, ni el feroz rugido del viento, ni el golpear de las ramas, ni el caos de las alarmas de los vehículos le hicieron perder la paz.


Los observo, ahora con su madre, desde mi ventana, mientras lo alimentan en su carriola y le dan algunas vueltas por su cochera. Los tres sonríen y observan la lluvia imperturbables mientras tejen memorias en la historia de su joven familia.


Hoy la naturaleza se impone para exigir eso que la pandemia no consiguió por sí misma: que nos quedemos en casa. Y este prefecto es más estricto que el virus, pues nos dejó en detención sin ninguna distracción más que nuestros propios pensamientos y creatividad. No sé cuándo se nos levante el castigo pero, hasta este momento, creo que la familia de enfrente, lleva la delantera.



Quisiera, por un instante, que volvamos a sentir esa fragilidad de nuestra condición humana. Incluso en ese temprano panorama, ya íbamos perdiendo la capacidad de asombro y se avistaba algo de negligencia social. Quiero que volvamos a la médula de lo que nos enseñó esta calamidad. Anhelo que cada decisión que tomemos en nuestras familias y organizaciones esté atada a la idea de que sobrevivimos, paradójicamente, juntos y en la distancia, por la fuerza de nuestras comunidades; la fuerza de nuestros corazones latiendo juntos y la colectividad de protegernos. Al menos los que seguimos aquí.


Así que, no dejemos de tocar base con nuestros tejidos de humanos. No dejemos de medir la temperatura de nuestros cuerpos, sí, pero aún más la de nuestras emociones. La vacuna llegó, pero nuestros miedos no se han ido del todo. Nuestras vidas cambiaron, el valor que le dábamos a las cosas cambió, nosotros cambiamos.


No dejemos que ese concentrado de moralejas se diluya en el regreso a la rutina. Pregunta a los tuyos cómo se sienten en las paredes de su oficio o profesión, pregunta cómo se sienten en sus familias, con sus parejas, indaga cómo se sienten en sus finanzas. Hagamos las preguntas difíciles. Con frecuencia son las más importantes. Hagamos espacio para lo esencial y dejemos de obsesionarnos tener juntas que pueden ser mails.


En la medida en la que recuperemos ese ojo que ya había descubierto la matrix, seremos más libres.



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